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De vuelta a casa Por Javier Pérez Trejo
Quién lo diría, después de un día de
festividad y convivencia con los amigos, disfrutando
de la comida mexicana y esperando a que se diera ese
momento anhelado del grito de independencia, llega
la hora en que todo queda en silencio después de una
noche de algarabía y felicidad.
Al día siguiente, el 16 de septiembre
del 2004 emprendemos el camino hacia la terminal de
autobuses donde nos aguarda un camión con asientos
reservados para dos personas, dirección: Agua
Prieta, Sonora, destino de migrantes con anhelos de
cruzar al país vecino en busca del tan deseado sueño
americano.
Todos tienen sueños en la vida, yo
los tuve y decidí seguirlos en compañía de una
amiga, a quien su condición de mujer no le impidió
enfrentar los riesgos de tan riesgosa travesía, por
el contrario, demostró coraje, ganas de llegar y
cumplir con la meta de encontrar una vida mejor.
Domingo 19 de septiembre de 2004,
llegamos a nuestro primer destino: la central
camionera de Agua Prieta, Sonora, lugar donde nos
entrevistamos con la persona que nos acompañaría a
cruzar la frontera. Una vez que arribamos a este
lugar, nos encuartelaron en un hotel en espera de
que llegara más gente para el cruce; fueron 3 días
en los cuales sólo observaba el reloj sin que este
avanzara a la velocidad que yo hubiera querido; el
tiempo pasaba lento, la calle desolada, sin el ruido
de automóviles en marcha o niños jugando, sólo se
podía oír el canto de los grillos y el viento que
resoplaba en el exterior.
Miércoles 23 de septiembre de 2004,
por la mañana escuchamos un golpe en la puerta y con
inquietud abrí, era una persona desconocida que nos
indicó que era hora de irnos. Un automóvil aguardaba
afuera del hotel, salimos corriendo con indicaciones
de que nos agacháramos para que no nos vieran. Una
vez abordado el auto se nos dio la instrucción de
que al detenerse debíamos correr y seguir al
“coyote”, quien nos guiaría en nuestro recorrido
hacia el país vecino del norte.
Esperamos por lo menos 4 horas
recostados sobre una piedra, a unos metros de la
línea divisoria entre los dos países, aguardando a
que las cámaras y las patrullas fronterizas nos
permitieran pasar sin ser observados. Cayendo la
noche se nos dijo: “me siguen, no voy a parar, si
alguien se queda espera al siguiente guía que
tardará de 3 a 4 días.”
Jueves 24 de septiembre de 2004,
luego de un día cumplido en el desierto de Arizona,
sin comida, ni equipaje, con tan sólo un poco de
agua (previamente nos habían indicado que no
lleváramos demasiadas cosas) únicamente unas latas
de atún y líquido para hidratarnos, valoré todo
aquello que había dejado atrás y pensé si realmente
valía la pena lo que estaba haciendo.
Nos caía el rayo del sol a plomo, no
había ni una sola sombra donde cubrirnos, sólo rocas
y tierra caliente. A cada paso humedecía mis labios
con la poca agua que portaba para dos personas, las
6 botellas de 1 litro se consumían sin poder
evitarlo, mientras volteaba al cielo con la ilusión
de poder ver una nube que cruzara y nos diera un
poco de sombra, pero no fue posible, había momentos
donde me invadía el cansancio y la desesperación de
tanto caminar y no poder avanzar, así como por el
intenso calor.
De pronto volteé a ver a la persona
que me acompañaba, a quien debía llevar con sus
familiares, vi con agrado que el guía la alentaba a
seguir caminando mientras la cubría del sol con su
camisa. En ese momento se detuvo el tiempo para mí,
perdí la noción del espacio, el sentido, el tacto y
el oído, empecé a recordar lo bonito que es estar
con mi madre, abrazarla, el poder tomarme un
refresco bien frío, descansar en mi cama, ver la
televisión y comer sentado a la mesa junto a mi
familia; tales recuerdos me hacían valorar todo
aquello que en lo cotidiano pasa inadvertido y me
hacían desear que esta experiencia se terminara y
regresar con bien a casa.
Cayendo la noche, ya sin una sola
gota de agua para apagar la sed, sin ganas de seguir
adelante y vencidos por el terrible cansancio, el
guía nos motivaba a continuar, con la promesa de que
más adelante había un lugar donde podríamos mitigar
la sed y rellenar nuestras botellas con agua y en
efecto, llegamos a aquel sitio donde sólo había un
pequeño abrevadero con agua sucia que era utilizada
en el establo para dar de beber a las reses y a los
caballos, pero eso no nos importó, lo único valioso
es que por fin teníamos el vital líquido.
Luego de un breve momento se escuchó
un radio comunicador, el cual pertenecía al guía y
donde le informaban lo siguiente: “estamos aquí,
apresura tu marcha”. En ese momento todos nos
volteamos a ver y llenos de felicidad sonreímos. Fue
entonces cuando nuestro conductor nos dijo: “¡ya
llegamos, apresúrense, nos tienen agua y comida!”.
Aún lo recuerdo, esas palabras fueron como música
para mis oídos y tranquilidad para todos los que
íbamos en aquella travesía.
En medio de la oscuridad e invadidos
por el frío se comenzó a escuchar entre los arbustos
un sonido extraño, cuando los atravesamos nos
llevamos una gran sorpresa, era una camioneta en
cuya parte trasera había un festín con hamburguesas,
papas y refrescos, que inmediatamente ingerimos para
mitigar el hambre, la sed y el cansancio.
Abordamos aquel vehículo y nos
llevaron directo a una casa en el estado de Arizona,
implementando la misma técnica de “todos agachados y
esperar instrucciones”. Al llegar nos dieron de
comer, de vestir y un cálido recibimiento.
Lunes 27 de septiembre de 2004, una
vez comidos y con ropa limpia, emprendimos el último
viaje para llegar con nuestros familiares, quienes,
como si fuéramos mercancía, al recibirnos debían
pagar a nuestro guía lo acordado previamente: 1,500
dólares por cada uno. Enseguida llegó nuestro
transporte, una camioneta Windstar en la que
abordamos ocho pasajeros, en ella haríamos un
recorrido de tres días hasta nuestro destino final.
Al inicio del trayecto el chofer comentó que sólo
contaba con 1000 dólares ($12,000 pesos
aproximadamente), para los gastos del viaje, por lo
que nuevamente nos vimos limitados en alimentos.
Durante la travesía el panorama
cambio de un desierto desolado y feo a una variedad
de paisajes, acompañados de calor, lluvia y nieve,
un espectáculo que por primera vez en la vida
presenciaba. Cuando nos parábamos a cargar gasolina,
el conductor bajaba de la camioneta para comprar un
poco de alimento enlatado, agua y algunas veces una
que otra botana. Al caer la noche el chofer buscaba
un parque o el estacionamiento de una tienda
departamental para estacionarse y poder dormir, al
día siguiente emprendíamos el camino, siguiendo la
misma autopista, la 80, que nos llevaría hasta la
llamada “Ciudad de los vientos”, Chicago Illinois.
Para el tercer día, ya se comenzaban
a ver los letreros con la leyenda “Welcome City
Chicago Illinois”, al fin habíamos llegado, eso
causo alegría entre todos. Entrando a la ciudad, el
conductor se dirigió a un restaurante, lo rodeó y se
estacionó en la parte trasera, esperó unos minutos y
salió una persona que se dirigió a la camioneta, con
un efusivo abrazo recibió al chofer y en voz alta
nos dijo: ¡Bienvenidos amigos, me supongo traen
hambre, bajen y acompáñenme!
Bajamos de la unidad y lo seguimos al
interior del restaurante donde nos ofreció comida y
agua, mientras tanto nos contaba que él alguna vez
había pasado por lo mismo, que era un honor y gran
satisfacción ayudar y dar un poco de lo que tiene a
sus compatriotas, era lo mínimo que podía hacer. Por
mi parte, le agradecí y fue ahí cuando me di cuenta
de que en situaciones difíciles, siempre hay alguien
que te tiende la mano y te ayuda.
Esperamos en aquel sitio hasta que
llegaron nuestros familiares, quienes al vernos nos
abrazaron, dieron las gracias al guía, pagaron y nos
despedimos agradecidos de haber llegado con bien a
nuestro destino. Cuando finalmente cumplí con mi
misión y entregué con bien a mi compañera, de quien
todo el camino no me separé y procuré que nada le
faltara, las lágrimas se le desbordaron tanto a ella
como a los suyos, fue una escena que me conmovió y
me hizo sentir orgulloso, pues había logrado mis
objetivos: arribar sano y salvo junto con mi amiga.
Una vez instalado en el departamento
donde pasaría alrededor de 8 meses, lo primero que
hice fue llamar a mi familia, darles los pormenores
de mi viaje y agradecerle su apoyo.
A la semana de haber llegado comencé
a trabajar, pues necesitaba dinero para el pago de
los gastos: renta, luz, agua, comida y pasaje. Había
algunos meses donde únicamente trabajaba dos semanas
y a veces eso no alcanzaba para los pagos. Estando
lejos de casa descubrí que no es lo mismo escuchar
del sueño americano que vivirlo, pues estar en un
país que no es tuyo no es nada fácil, vives con el
temor diario a ser deportado, en busca de trabajo o
laborando jornadas largas, sin poder ser feliz.
Un día al salir del trabajo, por mala
suerte me tocó un retén de inspección donde un par
de policías me detuvieron, me pidieron mi licencia y
el seguro del auto, sin embargo aún no había
contratado el seguro y mi licencia era del Distrito
Federal, por lo que se llevaron mi automóvil y me
levantaron una infracción por 500 dólares. Uno de
los oficiales comenzó a hablarme en español y me
dijo que lo sentía mucho, pero su superior estaba
enfrente, que si fuera por él me dejaba ir, pero no
podía, que lo único que podía hacer por mí era en
pedir una patrulla para que me llevara a mi casa; no
me quedó más que darle las gracias por sus buenas
intenciones. Debo mencionar que me costó mucho
trabajo conseguir el dinero para pagar la multa y
sacar mi auto, un medio de transporte que resulta
esencial en aquella nación para ir al trabajo y de
compras.
Después de un par de meses de
sobrevivir en ese lugar, llegaron las tormentas de
nieve, trayendo consigo un clima difícil con
temperaturas por debajo de los 21° C, en esas
condiciones hay que manejar con mucha precaución por
aquello de los derrapes, la gente sale de sus
hogares únicamente a lo indispensable, razón por la
cual en esas fechas escaseó el trabajo; pensé en
trasladarme a otro estado, pero supe que podría ser
igual o quizá peor.
Llegó el momento que estuve como al
inicio, sin nada, así que tomé la decisión de
regresar a mi país, a mi casa y con mi familia, la
cual añoraba mi retorno, finalmente después de 8
largos meses por fin emprendí el viaje de vuelta a
casa.
No puedo negar que aquella fue una
experiencia buena para mí, en la que tuve la
oportunidad de conocer a mucha gente y ayudar a que
mi amiga se reuniera con su familia, pero al mismo
tiempo me hizo reflexionar acerca de los peligros y
las situaciones por las que muchas personas
atraviesan intentando año con año cruzar la
frontera, algunos de los cuales se quedan en el
intento.
Agradezco a todas las personas
anónimas que nos ayudaron, tanto a mi amiga como a
mí, a llegar a nuestro destino, un camino en donde
nos encontramos con personas buenas y nobles, con el
valor del compromiso y la cordialidad, a ellos les
doy las gracias.
De vuelta a casa y en mi país comencé
a trabajar en el sector comercial y hacerme de un
negocio propio, continué con mis estudios y terminé
una carrera técnica en Diseño Gráfico, preparación
que me permitió realizar mis prácticas profesionales
en el Sistema de Protección Social en Salud del
Distrito Federal, lugar en el que aprendí cosas
valiosas, que me servirían más adelante en lo
laboral y personal, ahí se me brindó la oportunidad
de formar parte de un gran equipo de trabajo bajo la
dirección de la Lic. Guillermina Castañeda Peña, a
quien le estoy enormemente agradecido por todo el
apoyo que me brindó, de no ser por ella no estaría
escribiendo esta crónica.
El día de hoy, cuando volteo hacia
atrás y veo todo lo que tuve que pasar para estar en
donde me encuentro actualmente, me doy cuenta de que
muchas personas se van de México en busca de una
vida mejor, abandonan su país sacrificando a sus
familias, de las que se separan para poder acceder a
mejores oportunidades de empleo sin saber los
peligros que todo ello implica.
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